Foto de Cartier Bresson

Foto de Cartier Bresson

martes, enero 29, 2008

EL JUEGO DE LA VERDAD


por Ester Man

...Se murió nomás. Ella, que según Juan tenía todo planificado, hasta los más pequeños detalles, no tomó en cuenta que se podía morir. ¿Para qué le sirvió negarle el divorcio durante años? Justo ella la tuvo que palmar... Ahora él es un honorable viudo y puede hacer lo que se le ocurra sin tener que ocultarse. A mí ella no me molestaba, era Juan el que todo el tiempo sólo pensaba cómo embromarla.
Vamos a ver si se va a casar conmigo. ¿Quién sería el mentiroso: Juan, que no nos compraba un departamento, ni me llevaba a París o por lo menos a Eilat, o ella, la bruja que según él nos perseguía, espiaba y controlaba sin pausa? ¿Cuántas veces me dijo que no diga nada por teléfono, que puede estar "pinchado", que no le abra la puerta a nadie?
No salíamos juntos, siempre nos encontrábamos en algún lugar, lejos de la ciudad, no volvíamos en el mismo colectivo... ¡qué sé yo todas las precauciones que me obligaba a tomar!
Y la ex lloraba por teléfono, le dejaba mensajes a los chicos en la contestadora: “¿por qué no vienen?, soy vuestra madre, yo les di la vida, los atendí cuando estaban enfermos, les di de mamar!”.
Y Juan me decía que no le haga caso, que eran todas mentiras, que él era el que cocinaba y se levantaba a la noche cuando alguno lloraba...Que ella era una egoísta, que eran lágrimas de cocodrilo...
¡Quién puede saber la verdad de la milanesa! Juan y los muchachos la saben bien pero nunca abrirán la boca. Ni siquiera el tiempo me develará la verdad, porque también puede ser que los dos eran unos reventados, ¿no?

“”””””””””””
Veo todo, todo por dentro y por fuera. Nadie es hermoso, pero de todas maneras, el interior es mucho peor.
Siempre me gustó curiosear, me pasaba horas en la ventana del lavadero mirando la calle, y en muchas oportunidades creí conocer la verdad, creí saber lo que la gente pensaba y sentía.
Ahora todo se despliega bajo mis ojos. Yo estoy arriba, como en los sueños, como en la película de Woody Allen. Pero ellos no pueden darse cuenta. No pueden saber que yo los contemplo.
¿Será siempre así, o esto es sólo un período pasajero, hasta que mi alma se ubique?
No me atrae la idea de conocer lo que pasa por toda la eternidad, ya me bastó con este corto tiempo - desde hace dos días. Ver a mis queridos hijos y a sus esposas revolver mi ropa, mis libros... El montón de descarte mucho más grande que el que se llevaron a sus casas. Las sábanas y toallas limpias, planchadas y dobladas con cuidado hechas un bollo para la basura. Ni se tomaron el trabajo de regalarlas.
Pero bueno, ¿qué me puede importar ahora la ropa, los muebles y todas las cosas materiales que tenía? Mucho más me dolieron sus comentarios sarcásticos, sus bromas.
Ahora el mayor está diciendo “Kadish*. Este sería el momento para derramar algunas lagrimitas, pero mi ex, mis nueras y mis hijos miran a su alrededor, como si estuvieran midiendo el terreno, los ojos secos y la expresión distraída.
Ya desparramaron la última palada de tierra sobre mi tumba. La gente se da vuelta y empieza a caminar hacia la salida. Los sigo con mi vista o lo que sea... Los autos arrancan y ahora veo las cosas difusas, veladas. Todo se va borrando, ellos vuelven a sus pequeñas vidas y yo... ¿Adónde me lleva este fuerte viento, adónde me arrastra?
Ya no puedo ver la tierra ni los árboles ni las nubes: sólo veo esa luz que me enceguece...¡Adiós, mundo!

* Oración fúnebre que lee el hijo mayor o varón ante la tumba.

lunes, enero 28, 2008

Hallazgo - un cuento de Cristina Wajswol




Alejado del bullicio del centro comercial del barrio, el lugar parece abandonado.
La vieja cortina metálica, permanece a media asta a excepción de las horas de la siesta, durante las cuales, como es lógico suponer, la misma se cierra.
Con un poco de paciencia, se consigue descifrar los entreverados graffiti que cruzan la fachada. A la izquierda de la cortina, manchado de pintura, sobrevive el que una vez fue el prolijo cartel portador del nombre del local, en el que se ve una solitaria letra T.
Todo se ve gastado, nada es, sino lo que fue.

Las casas vecinas fueron recicladas, no así las veredas, por donde asoman raíces de árboles añejos. Racimos de coquitos amarillos, salvados de escobas, que no se toman la molestia de tocarlos: ensucian zapatos y baldosas.
Aun existe en esa cuadra un almacén como los de antes. De allí salen vecinas con bolsas de red cargadas y niños que corren con un pan o un litro de leche en la mano, las monedas del cambio en la otra y un chicle estrenándose entre los dientes.
Envoltorios varios vuelan y se amontonan el torno al paraíso, insultando la tierra. Vacías cajillas de cigarros, bolsitas de nylon, y papeles de golosinas que una vez a la semana alguien junta y quema.
En la esquina se destaca la cruz roja de la farmacia, sus vitrinas repletas, y las obligadas rejas, que mitigan aunque sea un tanto, la inseguridad de quien fuera asaltado varias veces.
Estacionados frente al taller de afilados, dos vehículos se acomodan desde el amanecer hasta que cae el sol, tosiendo de vez en cuando, y despertando a los que duermen, con su ronca voz de coche viejo.

El barrio es una mezcla de tiempos, voluntades, respetos y atropellos. Como en todas partes, existe detrás de cada puerta un mundo.
A juzgar por su apariencia, detrás de la cortina todo debe ser humedad y polvo, pisos de largos tablones de madera y ambientes de techos altos.

Golpeé y esperé. Alguien subió lentamente el telón de un escenario que distaba mucho de ser lo que uno prejuzgaba de afuera. En el centro de cada espiral en colores pastel que mareaban el piso, alguien esperaba. Faroles chinos colgaban desde vigas de roble.
- ¿Puedo pasar? – pregunté, casi sin mirar a mi interlocutor.
- ¿Para qué?
La pregunta me descolocó.
- No sé.
- Entonces, puede pasar.
Caminé en cámara lenta proyectada a mi destino. Bajo un farolito reconocí el espiral que me correspondía. Aspiré el olor a tierra después de la lluvia que emanaba del centro y allí esperé. Las raíces que fui echando fueron finos hilos de bordar, y las blancas flores adornos en mi pelo. A mi lado, un anciano salido de un antiguo cuento oriental narraba una bella historia de amor.
Escuché, florecí, me envolví en susurros y dormí. Soñé con una pesada cortina metálica tras la cual, la oscuridad, altos techos, pisos de tablones y un desagradable olor a humedad eran surcados por insólitos hacedores de magia.

Cristina Wajswol
19.08.07

viernes, enero 11, 2008

LA BICICLETA



por Ronit Sela*

Salí de mi casa y por un momento reapareció el viejo temor –que la bicicleta no estuviese allí-, pero aún antes de mirar supe que me esperaba al lado de la baranda, sin candado, a pesar de las advertencias reiteradas de mis padres que me advertían que al final me la iban a robar, que debía ponerlas en el depósito.
Bajé en el ascensor, paré la bicicleta con el impulso acostumbrado y, abajo en la entrada, me subí y empecé a andar.
El murmullo zumbante de las ruedas me daba una sensación agradable que me prometí recordar pero, como siempre, en la esquina mi cabeza ya estaba en otro mundo.
Siempre me imaginaba todo tipo de inconvenientes que podían surgir, cada objeto que veía era un accidente potencial: deslizarme a la banquina, por ejemplo, tragarme la puerta de un auto que se abría, o caerme dentro de una boca de tormenta abierta.
Pero no sólo los posibles accidentes me preocupaban. También era consciente de cosas interesantes que me podían sorprender, en especial la posibilidad que de pronto pasara algún conocido, alguien que yo deseara ver.
Entonces enderezaba la espalda, me controlaba y trataba de reflejar la imagen de una joven llena de gracia andando en bicicleta. Esto duraba sólo unos minutos, hasta que mi cabeza se iba por otros senderos y volvia a montar en la forma que me era más cómoda, desgarbada, la cabeza agachada, la espalda torcida.

Tambien ese día estaba ensimismada en distintos pensamientos, cuando de pronto me dí cuenta que estaba en una calle que me era desconocida, en un barrio que nunca visité. Un poco tarde entendí que el muchacho que me explicó, sonriente, el camino, me hizo equivocar. Y cuanto más viajaba, más me alejaba del mundo seguro y conocido, sola por completo en el universo. Se acercaba el atardecer y la fiesta a la que pensaba ir me parecía lejana e inalcanzable, como si nunca fuera a llegar, que jamás encontraría a mis amigos, ellos también tan lejanos e inaccesibles que pensé que eran invención mía. Ya había una completa penumbra. Las luces de los autos que venían en mi dirección me provocaban un sentimiento de soledad: montada sola en mi bicicleta, que ahora parecía más pequeña y expuesta.
Ya sentía la angustia conocida que precede al llanto, cuando vi a lo lejos el salón, iluminado con múltiples luces de colores, y me inundó el alivio.
Todos habían llegado, y contentos de verme me instaban a sacar el registro de conductor de una buena vez y abandonar los estúpidos viajes en bicicleta.
Yo, por supuesto, asentí y relaté, divertida, como casi me pierdo.

Despues comenzó el invierno. El viento frío me hacía lloriquear los ojos y si llovía era imposible montar en bicicleta. Empecé a tomar clases de manejo, la bicicleta quedó olvidada, sin el candado, apoyada en la baranda de la escalera, al lado de nuestro departamento.
Uno de los primeros días de la primavera siguiente, cuando salía de casa a esperar al profesor de manejo, miré sin pensar la baranda vacía y me dí cuenta que ya no estaba allí; que, de hecho, no tenía ni idea de cuándo la vi por última vez.
No fue, como pensé tantas veces, como me imaginé que sería. Y a pesar del esfuerzo... no me embargó ni un asomo de tristeza. ■

* Agradezco a la lectora que advirtió la ausencia del nombre de la autora

jueves, enero 10, 2008

El tren a Burdeos

Marguerite Duras


Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.
El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío. ■

miércoles, enero 09, 2008

Mujer con traje azul




“...pasó una mulata de oro

y yo la miré al pasar...”
Agua del recuerdo-

Nicolás Guillén

Una vieja mujer con un traje azul, el viento la empuja hacia atrás, y la empinada colina la dobla hacia delante. Camina despacio, muy bien peinado su pelo blanco y compuesta, de otro siglo. La cartera tambien azul colgada de un brazo que se aprieta en el pecho.
¿Quién es esa mujer, qué vio, qué vivió?
La entreví sólo unos segundos desde la vereda de enfrente, pero fue fácil enumerar los reveses del siglo en el que vivió sus largos años.
¿O tal vez vivió al margen de guerras y revoluciones, de luchas y derrotas?
Pudo haber sido protagonista de un gran amor, madre amante y ahora abuela cariñosa.
¿Y si lleva un número grabado en el brazo que se alza frente a ella, tratando de aplacar el viento?
Pudo haber sido una revolucionaria, un ama de casa, una prisionera, una simple mujer que se casó sin amor y parió sus hijos en un hospital cualquiera. Sin historia, sin tempestades, sin naufragios...
Hubiera querido detenerla, decirle: “Soy de tu siglo, hermana, hablemos, compartamos nuestras vidas. Tantos de nuestros amigos han muerto, otros han cambiado y no los reconocemos. Hagamos de cuenta que en un tiempo, hace años, fuimos a la misma escuela. Juguemos a que éramos amigas e intercambiábamos figuritas.”.
Podríamos empezar diciendo “dale que ...”. Recobraríamos las muñecas de porcelana, que no eran Barbie, las maestras que nos prefirieron, los vecinitos de quienes nos enamoramos.
Podríamos recordar a nuestras madres que, ahora lo sabemos, eran tan jóvenes y tenían tan pocas respuestas.
Podríamos comparar nuestros sueños y comprobar que muchos no se cumplieron...
Ella siguió su camino, yo el mío. Nunca me dará respuesta a las preguntas que su figura, pequeña y fuerte a la vez, despertó en mí.
Solo una vieja de otro siglo, vestida con un traje azul, peinada y compuesta, luchando con el viento en la colina.

ester mann

Milagros cotidianos



Alejé la hoja hasta hallar la distancia exacta en que las letras dejaron de cocinarse al vapor. Pude, entonces, leer la lista de consejos que me dio el especialista.
Hace un tiempo que juego al solitario con mis limitaciones. Cuando la carta es buena, una orquesta me hace bailar las piernas, volar los brazos y olvidar molestias.
Entonces, recobro la libertad. Otras veces ni siquiera miro el mazo, total, no puedo sostenerlo.
Mas la memoria... divina memoria, sopla en mi oído: “la música volverá”. Si hubo tregua ayer...habrá otra mañana o pasado.
Es domingo, la última noche del 2007 va cediendo su manto abrigado a las horas recién nacidas del 2008.
El nuevo año llega acompañado de un leve frío invernal. El norte también existe, en él se ejecutan cuatro estaciones, con o sin Vivaldi.
“Quitar alfombras, subir las patas de la cama, usar bastón, hacer pompas de jabón, jugar en la arena, cantar cien veces al día, amar y reír.” Nada mal.
A mis 40, en el sur, estrené el 2000 y el diagnóstico de parkinson.
Me balanceo entre vértigo y sosiego. Otros “antes y después”, vencedores o vencidos, caducos o perennes, marcan mi tiempo.
“No perder la capacidad de asombro, ayudarse con calzador largo, cocinar sentada, reírse del temblor, de la rigidez muscular, de los calambres, la confusión y el freezing.”
Vendrá otra tregua, podré tender la ropa al sol, alejarme unos pasos, darme vuelta y mirar como ella respira vientos norte y sur.

Cristina Wasjwol

Anillos del infierno


Cuento


(presentado en el Taller a Distancia de Andrés Aldao)


Aquel veinte de diciembre el despertador sonó, como siempre, a las seis de la mañana. Había dormido mal. Sobresaltada. Me di una ducha ligera. Dejé que el agua arrastrara los restos de la noche. Tomé un jarro de café al mismo tiempo que elegía un liviano vestido blanco y las sandalias franciscanas que José me había comprado en Perú… José. Mi amor, susurré, mi amor, y sentí sus ojos azules recorriendo mi cuerpo. Acariciándome con la mirada. José.

Llegué al laboratorio, busqué los diccionarios para seguir una traducción que no avanzaba. Pasé por la Sección Hormigones e hice el control con el compañero Daniel. No tenía noticias. Sentí una puntada de angustia en el pecho. Volví a mi escritorio, extendí los papeles, abrí los diccionarios... era pura escenografía. Mis pensamientos no podían apartarse de José.

El temor . Miles de preguntas que nadie podía responderme. Recuerdos. José sonriéndome. Explicándome con suma paciencia todas las reglas de seguridad a las que yo debería atenerme. Los abrazos hambrientos, desesperados, en que nos sumíamos. Esa manera que habíamos adquirido de vivir cada momento con la desesperación del sediento. Ninguno le confiesa al otro sus temores. Pero ellos eran anillos que nos iban envolviendo. Pensé en sus manos blancas, sus dedos largos y finos. Manos que sabían arrancar de mi piel los más bellos arpegios. Un portazo me sacó del ensueño. Me sobresalté . Era Zuppa, el soplón de mantenimiento . Miré el reloj. Recién las 10.30 . Esperaría hasta las trece . Regresaría al departamento y haría lo que me había recomendado José: si una mañana no hay noticias te vas a lo de Ana . Y ahí esperás. Imaginé la espera como un extenso infierno. Hacía más de un año que caminaba por esa cuerda floja. Desde que José estaba clandestino. Vivía pendiente de citas y controles.

Sólo estábamos juntos los domingos. Me llevaban tabicada a verlo. Qué alivio y felicidad cuando me quitaban el pañuelo de los ojos y allí, frente a mí, estaba él. Nos fundíamos el uno en el otro . No había palabras. Sólo sentirnos . Muchas veces me resbalaban lágrimas y José besaba mi rostro y repetía: tenés que comprenderme, tenés que comprenderme: Debemos ser fuertes: No puedo irme, como quieren mis padres. Sería un traidor . Y me sostenía contra sí, como a una nena y pedía: ayudame, flaquita, ayudame: sé fuerte vos también .

A pesar de todo, los domingos eran una fiesta. Nuestra fiesta. Hacíamos el amor y yo me dormía, sin sobresaltos, entre sus brazos. Preparábamos la comida. Conversábamos. Hacíamos planes para el futuro. Sí. Hacíamos planes para un futuro. A las 17 la felicidad llegaba a su fin. La visita terminaba. El abrazo de despedida era infinito. Cuando cerraban la puerta del departamento yo pensaba... el Hades*. El se quedaba con Caronte**. Yo atravesaba un anillo del infierno .

Por fin el reloj marcó las 13 . En la Plaza San Martín debía hacer contacto con El Conejo: sólo intercambiar una mirada . La plaza hervía con el perfume de las magnolias. Miré para todos lados. El Conejo no estaba.

Llegué a casa . La boca seca . La garganta un nudo. Guardé en mi bolso mis comprimidos para el asma, unos tranquilizantes y un anillito de plata que José me había regalado para mi cumpleaños.

No sé cómo caminé las seis cuadras que me separaban de la casa de Ana. Ella tampoco tenía noticias. estaba con sus hijas de cuatro y seis años y dos pibes de unos compañeros. Los chicos saltaban y gritaban dentro de una pelopincho.

Una mano invisible me atenaza la garganta . No quería llorar. No podía llorar o me quebraría como una ramita de sauce. Una sola palabra resonaba en mi cabeza: José. José .

Con Ana repasamos los pasos a seguir en caso que José hubiese caído.
A las 17 la ansiedad me ahogaba .Preparé una canasta con galletitas, se las llevé a los chicos y me puse a batir leche chocolatada con manos temblorosas. Yo estaba en la cocina y Ana en el living. Sonó el timbre. Escuché la puerta abriéndose y el grito de Ana. ¡No!
¡No! ¿A qué hora fue? Y la voz de Rodolfo. Sólo comprendí: acribillado. Esquina de 13 y 55. a las 12.30. Muerto.

Me convertí en estatua. Los chicos gritaban desde el patio por su chocolatada. Muerto. José. Mi José muerto. Me senté en el suelo tomándome las rodillas . Ahogándome. Queriendo morir. Mi José.

Lo único que intuía era que comenzaba a recorrer otro anillo del infierno.
Pero sola…

Silvia Loustau - enero 2008

_____________

* Hades: Según la mitología griega era el dios del infierno
**Caronte: el barquero del Hades, el encargado de guiar las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado a otro del río .

cine: Interview -



Steve Buscemi

“Dirigir esta película ha sido una de mis experiencias más liberadoras”


Desde hace veinte años, Steve Buscemi es uno de los actores más populares del cine independiente estadounidense. Actor fetiche de cineastas como Tarantino (Reservoir Dogs), los hermanos Coen (Fargo) o Jim Jarmusch (Mystery Train), ahora estrena su cuarta película como director, Interview, adaptación de un guión del desaparecido Theo Van Gogh donde se reflexiona sobre el mundo de las apariencias enfrentando a un periodista de guerra en horas bajas (el propio director) con una rutilante y previsiblemente frívola estrella de Hollywood (Sienna Miller). El Cultural habló con Buscemi en Berlín.


Pocos rostros son tan inmediatamente reconocidos por los cinéfilos como el de Steve Buscemi (Nueva York, 1957). El atípico actor puede congratularse de tener una filmografía apasionante. Además de las citadas, ha aparecido en filmes como Barton Fink y Muerte entre las flores (ambas de los hermanos Coen, 1991/92), Ghost World (Terry Zwiggof, 2001) o Big Fish (Tim Burton 2003). Mucho menos conocida es su faceta como director aunque su debut, Trees Lounge (1996) fue un éxito en los círculos exquisitos. Después vendrían Animal Factory (2000), Lonesome Jim (20005) y, finalmente, Interview, película que se estrena el viernes 4 de enero.



Se trata de una modesta producción con apenas dos personajes (el propio Buscemi y la rutilante Sienna Miller) en la que se propone un juego de los equívocos. Por una parte, el intelectual curtido; por la otra, una joven y bella actriz de películas para adolescentes. Un tête a tête que ya se convirtió en una película homónima en 2003 de Theo Van Gogh, el cineasta holandés asesinado por un terrorista islámico en 2004. El propio Theo pensaba hacer un remake con actores estadounidenses, un proyecto que Buscemi acabó haciendo propio.



— ¿Cómo llegó a tomar las riendas de este proyecto de Van Gogh?

— Su productor habitual, Gijs van de Westelaken, quiso realizar su sueño y yo fui uno de los elegidos (Stanley Tucci y Bob Balaban se han hecho cargo de otros dos proyectos que dejó pendientes el cineasta). Acepté de inmediato. Y eso que no conocía su obra del todo. Pero quise ver la Interview que rodó en Holanda y lo vi claro en seguida



Tras los pasos de Van Gogh

— La rodó en plan guerrilla.

— Dispuse de tres cámaras llevadas en mano, como lo hacía Theo, y el trabajo se realizó tan sólo en nueve noches en Nueva York, justo después de dos semanas de ensayo. Theo hizo su película en cinco noches. Dimos rienda suelta a la improvisación y hubo momentos en que llegamos a olvidar que estábamos rodeados de cámaras. Ha sido una de mis experiencias más libres y liberadoras. Además dispuse del equipo de Theo y de su director de fotografía Thomas Kist. Y no menos importante, conté con la que fue su asistente, Doesjka van Hoogdalem. Fue una experiencia muy agotadora actuar y dirigir pero sentí que era lo que tenía que hacer.



— Van Gogh amaba a sus actores y les dejaba bastante libres.

— Sí, no ponía marcas en el suelo ni le daba mucha importancia a que la iluminación les favoreciera. Y rodaba los primeros planos al principio y después tomas largas. Hemos seguido su estilo.



— Antes que cineasta, a Van Gogh se le consideraba en su país un polemista y un agitador político.

— La película no plantea cuestión política alguna. La he realizado como un homenaje a su memoria. La hice porque me gusta su obra que he llegado a conocer bien.



— De todos modos, ha realizado varios cambios. ¿Por qué?

— Para que “respirara”. Añadimos el primer encuentro en el restaurante. Doblamos la edad de la hija de Pierre. El diario en papel original de Katia lo metimos en un ordenador. No había por qué hacer una copia.



— Todo el filme se desarrolla en el apartamento de Katya, que se convierte en el tercer personaje.

— Creamos un mundo lleno de pequeños mundos que reflejan quién es ella. Lo encontramos en el Oeste de Manhattan y enfrente había un club que generaba mucho ruido… que nos vino muy bien, sobre todo para la última escena. Nueva York es una ciudad muy ruidosa.



— En Sundance hizo doblete con Delirious e Interview.

— En una de esas raras coincidencias, ambas tratan acerca de la naturaleza de la celebridad. Y los dos personajes tienen algo en común, el hecho de que tratan desesperadamente de conectar con la gente pero mantienen un comportamiento autodestructivo que a la larga destruye esos puentes que habían logrado establecer con no poco esfuerzo.



— La historia tiene tres actos.

— Estudié escritura de guión antes de rodar Trees Longue y el profesor nos ayudó a romper esquemas estereotipados. Sin embargo, en esta ocasión sentí la necesidad de respetar la estructura clásica.



— ¿Qué directores le han servido de referencia?

— Muchos, pero sobre todo Jarmusch, Rockwell y DiCillo. De ellos aprendí la responsabilidad que el director otorga a los actores, la necesidad de dejarles crear. Altman me enseñó a olvidarme de la taquilla, a intentar hacer una película de éxito desde parámetros personales.



— En Interview le da una vuelta de tuerca a la guerra de sexos.

— Mi personaje no quiere sentirse acabado, se sigue considerando una personalidad y le revienta ir a hablar con una bella rubia que se ha hecho famosa por desnudarse en la pantalla o protagonizar horrendos culebrones o peliculillas de terror de la Serie B. La película muestra la fulminante colisión de dos mundos opuestos: el intelectual frente al vanidoso, la profundidad frente al hedonismo.



— ¿Quería realizar una reflexión sobre la cultura mediática?

— No. Mi personaje no representa a todos los periodistas ni el de Sienna a todas las actrices. Son dos personas específicas y él la desestima, la prejuzga pero ella sabe jugar la partida. Eso sí, disfruto con los comentarios que los diálogos permiten acerca de la fama y los medios.



— Esta pelea entre perro y gato da un giro inesperado.

— Es una guerra por el poder a partir del diálogo. Pero esa batalla de los sexos tiene un perdedor inesperado. La derrota es total, la aniquilación, un hecho. Y el que sojuzga es el perdedor. Nadie como Van Gogh supo hacer de esta lucha la la marca de la casa.



Los motivos de Sienna

— Los diálogos van cargados con dinamita.

— Son dos personas totalmente opuestas. Flirtean, discuten, se hieren... ni él es lo que cree ni ella lo que aparenta. Y es la historia de una ruptura aunque se acaban de conocer y apenas pasan cuatro horas juntos.


— ¿Quién es su personaje al final de la película?

— Un hombre desesperado.

— ¿Por qué eligió a Sienna Miller para interpretar a la chica?

— Cuando me la propusieron, yo no sabía quién era. No había visto ni Alfie, Layer Cake ni Casanova. No quería elegir a una actriz famosa por ser la ex novia de Jude Law sino a alguien que pudiera darle entidad y profundidad a un personaje que no es lo que parece.


Beatrice SARTORI